ENTRE HUMO Y POLVO
marzo 01, 20244
DESASTRE
Erotismo mágico
Su especialidad era brincarse los cercos; colarse por las ventanas y entre las rendijas de los paredones de adobe. Desde la oscuridad, con sus ojos candentes de fauno gatuno, miraba entre las rendijas del carrizo a la familia cenar a la luz del candil o del foco amarillento al centro de la casa habitación y esperaba con paciencia felina la hora en que se acostaba la víctima de esa noche.
La pesadez del sueño y el sofocante calor, enrarecía el aire. Los ronquidos del padre le anunciaban el momento propicio. Los grillos callaban al verlo saltar. Con agilidad de un nagual, se filtraba con la luz de la Luna por un agujero del tejado y se dejaba caer ligero y preciso sobre el camastro de palos, en los catres de yute o en el petate al ras del suelo. Entre las cobijas, hurgaba en busca de la presa, seleccionada con buen ojo en sus tardes de ocio o en sus correrías matutinas por el pueblo.
Religiosamente, ya entrada la noche, al vaivén del pabilo ardiente y humeante de la vela cómplice, recitaba con voz ronca el versículo que desencadenaba la magia. El conjuro venía desde las entrañas de aquel ser taciturno y huraño; acompañado de su interminable soltería y con la ansiedad en sus manos y vientre, sostenía aquel libro, que dicen muchos, había sido quemado infinidad de veces por su padre, avergonzado del actuar de su engendro.
Misteriosamente y contra toda lógica, el libro maldito se manifestaba en el mismo lugar. Sobre la mesa, íntegro y sin daño alguno, al amparo de la vacilante luz de la vela, esperaba inmutable y paciente al hechicero, que volvía como siempre a leerlo, cuando su necesidad insana lo consumía y lo apremiaba. Y así, transmutado, volvía a la sombra de la noche a las andanzas nocturnas.
La tarde anunciaba el peligro. Presurosos, los más pequeños, llenaban de petróleo el candil y renovaban con trapo la mecha. Al caer el sol sobre las montañas de Pozo Río, encendían los focos. Se aseguraban las puertas con el cerrojo o con trancas. Los más creyentes, colocaban cruces de palma o las pintaban con cal sobre las puertas. Las madres, más cuidadosas y preocupadas, recomendaban que, con mañas y enseres, sujetaran con fuerza su ropa interior las doncellas de la casa.
Con el aleteo y canto de los gallos, crecía el alboroto al mismo ritmo del calor istmeño. En alguna casa, el gato había hecho de las suyas. Durante el día, corría el rumor de boca en boca. En los hidrantes, en el mercado y en cualquier esquina del pueblo, contaban el secreto a voces que, en la casa de fulana de tal, fulanita amaneció llorando, con las bragas rotas y la virginidad perdida, por la visita fatídica. Contaban los vecinos, madrugadores o trasnochados que, lo habían visto salir de ahí y correr desnudo. Intuían que, sorprendido por el padre de la hija mancillada, el brujo y lector del libro de magia negra no tuvo tiempo a retomar la agilidad y el pelaje gatuno.
Ya en la oscuridad de su casa, con la razón nublada, el susto en los ojos y el corazón desbocado, se preguntaba aterrado, si acaso ya había descendido otro círculo, en el infierno descrito por Dante en la Divina comedia. Mucho tiempo después, un infarto le dio la respuesta.
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