ENTRE HUMO Y POLVO

enero 30, 2025


Texto e ilustraciĆ³n: Miguel Ɓngel HernĆ”ndez HernĆ”ndez “Al final del viaje II” 
Grabado en relieve/ papel canson ediciĆ³n.

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El MEZQUITE


Misterio con raĆ­ces


---Con una purga se compone tu muchito--- decĆ­a ella, con esa voz de Mujer Sabia que servĆ­a de calmante a la angustia de la madre.

Con albahaca y otras yerbas que tenĆ­a en su patio trasero -algunas cultivadas por ella misma y otras silvestres- preparaba un brebaje que resultaba de color verde olivo, de consistencia espesa y resinosa, y con una ligera superficie con perlitas del aceite aglutinante de la mezcla servida en una jĆ­cara de morro. Mientras la madre, sujetaba de los brazos al enfermo el que, con un trozo de palo entre los dientes, mantenĆ­a la boca abierta y ella, sin hacer caso de los gritos y pataleos del empachado, le vertĆ­a de poco en poco el remedio. SeguĆ­a con sus manos milagrosas, sobando con aceites el estĆ³mago, los costados, la espalda y las articulaciones de los brazos y piernas que a fuerza de tallar, afloraba las espinillas de la tristeza. Culminaba la curaciĆ³n con una buena jalada de piel a manera de pellizcos, tronando puntos precisos en ambos lados de las vĆ©rtebras para activar las cuerdas. Las indicaciones finales eran: llevar a casa bien cubierto al escuincle y prepararle su buen caldo de gallina porque le darĆ­a mucha hambre.

Con albahaca, mezcal y humo de cigarro, la curandera expulsaba el susto y el mal de ojo. Montaba de espaldas en un burro al que sufrĆ­a la “guicha” paseĆ”dolo por las calles y que contara a gritos bajo los efectos del alcohol a quiĆ©n habĆ­a visto en una escena bochornosa. AdemĆ”s de partera, curaba los sufrimientos del alma. Aquel oficio milenario le daba la sabidurĆ­a para conocer los secretos de la naturaleza; el poder de la palabra y de sus manos para sacar los males. Se forjĆ³ como La MarĆ­a Sabina en ese rincĆ³n istmeƱo.

Se dejaba ver con muy poca frecuencia fuera de su casa. A decir verdad, no hay recuerdos al detalle de su rostro, tan solo una imagen borrosa de su corpulencia. El marrĆ³n de su piel en aquel rostro redondo, acentuaba el blanco de sus globos oculares de aquellos ojos, pequeƱos pero certeros escudriƱando los signos vitales de sus pacientes. Su oficio, le daba un halo de mujer misteriosa. Cabellera larga y lacia cayendo sobre sus espaldas como hilos finos de luz que le daban los aƱos.

Jugar adentro de aquella casa, estaba de cierta forma prohibido. Si en alguna travesƭa y aventura infantil en alguno de los laberintos y sombras de aquel recinto, el intruso imprudente se encontraba de pronto con el rostro adusto y voz ronca de su esposo, las palabras de Ʃl, caƭan peor que un simple regaƱo y se corrƭa el riesgo de un segundo en casa si se enteraba la madre con la consecuencia de una negativa de los posteriores permisos para jugar con los hijos de la curandera.

En las tardes y noches, la mĆŗltiple prole de ella y su esposo jugaban con los vecinitos y las niƱas de la cuadra a Los Encantados, DoƱa Blanca y otros muchos juegos de la Ć©poca y para el descanso despuĆ©s de las caĆ­das y revolcadas como accidentes naturales del juego, sentados en su banqueta y bajo el foco amarillento se leĆ­an Ć”vidos las historietas y revistas mĆ”s recientes.

Pasar frente a su casa durante el dĆ­a era una delicia. Bajo el mezquite, se recolectaban del suelo las vainas maduras de resina dulce y se disfrutaba el cobijo de la amplia fronda de aquel Ć”rbol bajo el intenso sol istmeƱo. En las noches la situaciĆ³n cambiaba. Con la opresiĆ³n del miedo erizando la piel se recordaban aquellas historias de perros y cerdos negros de tamaƱo enorme que acechaban a los transeĆŗntes bajo su negra y frĆ­a sombra, contadas por los vecinos. Cuando la luz de la luna se filtraba en el ramaje, delineaba figuras fantasmagĆ³ricas sobre el suelo y en el retorcido, Ć”spero y negro tronco.

En un tiempo, el barullo en la casa de la curandera se hizo frecuente y habitual para nosotros los vecinos. Con la venta de bebidas espirituosas entraban y salĆ­an diversos personajes de la colonia y de otros lares. Hacendoso y dinĆ”mico Melquiades atendĆ­a a los parroquianos. Lidiaba con los borrachos que se negaban a cubrir la cuenta. Con el tiempo y otros sucesos, llegĆ³ la abundancia. En un recinto reciĆ©n construido, el Ć”rbol que con su fronda le daba sombra y frescura al techo y fachada blanca bajo el sol de mayo, prestĆ³ bondadoso su nombre al lugar de encuentro. El sediento, el seductor y el enamorado trasnochado se dieron cita para libar, compartir la mĆŗsica de la rocola y celebrar riƱas entre el humo de los cigarrillos, gritos y risas.

La prole se hizo adulta y cada quien tomĆ³ su rumbo. MarĆ­a, la curandera, Melquiades y el Ć”rbol, murieron y con ellos, sus mĆ”s profundos secretos.



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