ENTRE HUMO Y POLVO
enero 11, 2025Texto e ilustraciĆ³n: Miguel Ćngel HernĆ”ndez HernĆ”ndez“Somos nuestra propia historia” Grabado en relieve/ papel canson ediciĆ³n.
9
PICH
La oreja de elefante
Por lo contado en la familia, entiendo que el primer grito a la vida, fue a la par con uno de tantos silbidos del claxon de los trenes, anunciando su paso en la estaciĆ³n cercana. BasĆ”ndome en lo escuchado y visto durante el tiempo vivido en esta regiĆ³n de MĆ©xico, puedo decir que en las primicias que registraron mis sentidos a muy temprana edad, estĆ”n: la frĆa estaciĆ³n con sus muros de piedra y cantera, su alto techado de lĆ”minas grises sobre vigas con rieles. El andĆ©n repleto de los pasajeros que, sentados, parados o moviĆ©ndose nerviosos de un extremo a otro, esperaban la llegada del tren; otras veces, haciendo fila para comprar boletos en la taquilla; abordando en los amaneceres o apeĆ”ndose en las tardes tibias con sus productos en canastos, redes y cajas, con destino al puerto de Salina Cruz en el PacĆfico o al puerto jarocho de Coatzacoalcos en el Golfo de MĆ©xico. El frĆo entramado de raĆles que chirriaban al freno y arranque de la mĆ”quina y sus vagones. La inmutable hilera de durmientes, vibrantes, sobre su cama frĆa de hormigĆ³n al paso de aquellas moles de hierro con carga y pasajeros. Los cocoteros con su cabellera de palmas, danzando en las alturas al son de la Zandunga, del Dios nunca muere y de aquellos fuertes vientos istmeƱos. Los platanares imponentes y orgullosos, sujetando los grandes racimos de frutos, rozando la tierra hĆŗmeda con su bellota. La inmensidad de aquellas tierras de cultivo en las riberas del rĆo baƱando con el humus de sus aguas. Los campesinos y sus mujeres preparando y sembrando las parcelas, esas que fueron absorbidas por la voraz urbanizaciĆ³n y el tiempo. Los mangales generosos, dando sustento a propios y extraƱos, cediendo sus frutos y conformando un tapete amarillo cromo inundando el ambiente de aroma a mango maduro que, al no ser aprovechado por los recolectores fortuitos como yo y mi madre en ocasiones, alimentaban a la Madre Tierra. EscuchĆ© el golpe seco de las grandes ruedas de metal y madera de las carretas que jaladas por las yuntas movĆan el producto de la siembra para alimentar los hogares con tamalitos, tortillas y totopos; los excedentes terminaban en las canastas de las mujeres para su venta en los mercados, mientras los hombres, cansados de vigilar desde la media noche el riego de la parcela y cortar los frutos de la tierra tomaban la siesta en las hamacas, colgadas estas de los horcones en la enramada de palmas. DisfrutĆ© la frescura y el sabor del coco, guanĆ”bana, chicozapote, zapote negro, nanche, jicaco y la infinidad de frutos que la bondadosa tierra daba. EscuchĆ© correr el agua en las zanjas de riego, cruzando bajo los improvisados puentes de palos y tablas. JuguĆ© sobre mazorcas apiladas, que mi madre y padre deshojaban hĆ”biles como parte del grupo de jornaleros en los ranchos cercanos, abriendo las hojas con la estaca y desgranando despuĆ©s con la olotera; sentĆ su textura rugosa y el aguate que soltaban al tacto. OlĆ con el viento a todas horas la humedad del barro, fermentado por el agua y las frutas caĆdas de aquel manto generoso que los istmeƱos nombraban labor, con sus Ć”rboles inmensos y entre ellos, los Huanacaxtles que los mayas llaman Pich, ondeando sus fuertes ramas casi araƱando el cielo, con sus frutos verdes y maduros a los que mi padre llamaba orejas; ahĆ estaban, con sus fuertes troncos y abundantes raĆces hundidas en la tierra que con su frondosidad se imponĆan a los cocotales y le daban nombre de Palo Grande a ese pedazo de tierra istmeƱa que habitĆ”bamos por ese entonces. Vi a mi padre de oficio albaƱil trabajar con agua, arena, cemento y grava la revoltura o mezcla frĆa y gris para levantar las construcciones, cimentando, pegando tabiques, cimbrar y terminar con finos y hermosos acabados los muros. Elaborar con su infinita creatividad, curiosidad y paciencia sus propias herramientas para hacer de forma artesanal los lavaderos para comercializarlos.
El mercado, otro mundo en ese universo istmeƱo. Ubicado atrĆ”s del palacio municipal con su algarabĆa y los floridos diseƱos y colores en la suavidad de los huipiles y faldas de las vendedoras de pescado, camarones, queso, totopo y tortillas al grito de ¡quĆ© vas a llevar gĆ¼ero! te jalaban de donde pudieran para que, bajo ese gesto, compraras sus productos; el de las que ofrecen en sus vitroleras las aguas frescas de coco, tamarindo o guanĆ”bana. El atractivo diseƱo natural de las flores y el dedicado esmero en su presentaciĆ³n para la venta; las carnes, las canastas de frutas y verduras frescas propias de la regiĆ³n. Las vendedoras caminando sobre los pasillos, ofreciendo y antojando con el aroma a camarĆ³n y pescado, a maĆz nuevo y martajado, chile guajillo y manteca de cerdo, con el rodete colocado ceremonialmente sobre su cabeza y haciendo gala de equilibrio durante su andar ondeando sus largas faldas floreadas con la canasta repleta de gueta bi´ngui´, tortillas de comizcal, totopo y tamales de iguana. Los canastos de carrizo, petates, cazuelas y ollas de barro, huipiles y cazuelas apilados en los puestos, atraĆan la atenciĆ³n de propios y extraƱos con sus texturas y colores. El imponente Palacio Municipal de dos niveles levantĆ”ndose sobre las construcciones del entorno hechas de adobe, tabique rojo y tejas. Con esa arquitectura eclĆ©ctica del neoclĆ”sico y elementos decorativos del porfiriato con influencia francesa. Su color blanco y delineados en grises en lo que conforma el primer nivel con sus portales en arquerĆa de medio punto, al frente. Costados y parte trasera con su terminado rĆŗstico de tabiques rojos y una plazoleta donde antiguamente estaba el mercado municipal. En su interior, donde despachaban la presidencia y el cabildo los asuntos de orden pĆŗblico, deslumbraba con sus entrepisos elaborados con bĆ³vedas catalanas y rieles de hierro como aprovechamiento de las novedades industriales de la Ć©poca. Al frente, el parque central con arquitectura colonial, kiosco coronado de su ondulante techumbre y las secciones armoniosas de jardinerĆa y Ć”rboles propios de la regiĆ³n. AhĆ estaban, en el primer cuadro de la ciudad, los turcos, lidereando el comercio de telas y complementos finos para la costura, traĆdos de Europa para la confecciĆ³n de trajes y bordados para hombres y mujeres pudientes con la pujanza del porfiriato desde su llegada, y con la mediaciĆ³n de Juana Cata y la clase polĆtica de la regiĆ³n istmeƱa, convivĆan con zapotecos puros y mestizos y los migrantes de otras etnias de la Sierra Norte, Costa y de otras latitudes en un floreciente comercio local y de paso entre los dos polos del istmo: Coatzacoalcos y Salina Cruz unidos por la lĆnea ferroviaria. AhĆ fue mi primera infancia entre el guisado de iguana y otras bondades de la tierra.
0 comments
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.