ENTRE HUMO Y POLVO

mayo 01, 2025

 

12

EL MORTERO


Vórtice encantado


Texto de Miguel HernƔndez H.


¡SiĆ©ntate aquĆ­, indio oaxaqueƱo! Gritaba la abuela con imperativo cariƱo en el patio, cuando el calor llegaba con la tarde a un punto soportable en aquella hacienda. SeƱalaba con su dedo Ć­ndice una esquina, afuera de la cocina, a pocos metros de la carretera donde se encontraba la escenografĆ­a de aquel encuentro. Sobre la tierra hĆŗmeda por la lluvia de verano y el bochorno del dĆ­a habĆ­a una silla pequeƱa, cuyo color indicaba una historia ajetreada por el uso, impregnada quizĆ” entre otras muchas cosas de humedad, hongos y mugre. Un mortero de madera con restos en su interior del mucĆ­lago y cĆ”scara seca del cafĆ© y del cacao, y el aroma propio de estas delicias. Una silla grande, reservada siempre para ella, la cual, daba la impresión de que la esperaba impaciente, siempre dispuesta para recibir benevolente su figura corpulenta con su vestido y mandil de manta.


La boca de esa mujer repleta de historias y vida, suspendƭa un puro artesanal, envuelto con hojas de tabaco, liado y cosechado por ella misma en la propia hacienda. Aquel churro inseparable, trƩmulo, al parecer sufrƭa la ansiedad de balbucear palabras, frases, historias y muchas otras cosas que habƭa oƭdo y que lo habƭan acompaƱado en aquella boca durante muchos aƱos. El pote en su mano izquierda, repleto de cafƩ iba por delante, en una avanzada repleto de esa energƭa que mantenƭa en vilo sus nervios porque para ella, con la tarde no se acababa su dƭa, la clase era solo un descanso.


Ya frente a frente comenzaba la clase, vacacional y obligada la entiendo yo ahora, desde mi perspectiva de adulto viejo. Consistía toda ella de expresiones picarescas del repertorio personal de la abuela. El trabajo durante la peculiar sesión era repetir y memorizar lo dicho por ella, para que como tarea regresando a Oaxaca, enseñara lo aprendido a los amigos de siempre. Recibía la clase siempre atento y mientras escuchaba o repetía las ocurrencias de la abuela, observaba curioso las volutas de humo caprichosas de su puro, recorriendo el lado izquierdo de su cara que a fuerza de la costumbre los vellos de esa parte de su cuerpo habían adquirido un tenue color castaño. Al paso del humo, su ojo hacía un guiño muy coqueto para esquivar el encuentro. Los rizos en la frente de su cabellera entre canosa y color rojizo del tinte, jugueteaban con el humo. Podía ver aquellas partículas efímeras y blanquecinas de lo que fue el tabaco, tocar en su camino las puntas de las tiras de madera y lÔminas metÔlicas del techo, para después perderse en la incipiente oscuridad de la noche al compÔs de los grillos y lucecitas traviesas de las luciérnagas, encendidas de gozo para atraer a las hembras.


Mi madre nos llamaba con el mismo timbre de voz de mi abuela mientras apuraba la lumbre adentro de la cocina. Llenando todo de humo al calentar el cafƩ y la cena y de paso aliviaba la molestia del enjambre de zancudos. El olor a castaƱas cocidas, a cacao, a guineos asados o a un desafortunado pochitoque asƔndose a la lumbre boca arriba, nos alentaba a terminar la clase y jalando a mi abuela del mandil, entrabamos.


En ambiente festivo con dimes y diretes, dichos y risas, celebrÔbamos alrededor del fogón. Después de la cena los juegos en la hamaca, balanceÔndose en el centro de la estancia que servía de cocina y sala al mismo tiempo. Se contaban historias y cuentos de terror con la mirada atenta puesta en el candil de petróleo en lo alto del tapanco. Extasiados, seguíamos con la mirada la danza de la flama del mechón ardiendo y las sombras proyectadas en paredes y techos.


Sigiloso, el sueƱo llegaba apagando los susurros de la noche y de la selva.



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