“Reflejos líquidos. Un viaje estético a través del agua” propone una aproximación estética y
poética al agua, buscando trascender la mirada utilitaria que prevalece en la sociedad
contemporánea. Se argumenta que al contemplar la belleza del agua y reconocer su subjetividad,
se puede fomentar una conciencia del cuidado ambiental basada en el aprecio por la naturaleza
en sí misma, más allá de su utilidad para satisfacer nuestras necesidades.
Además, se resalta la importancia de la educación estética para promover una ética de respeto
hacia la naturaleza y hacia los demás seres humanos. Se subraya que aprender a apreciar la
belleza del entorno natural puede influir positivamente en la manera en que nos relacionamos
con nuestro prójimo, fomentando una visión desinteresada y respetuosa.
El proyecto busca llenar un vacío en la expresión artística local al enfocarse en la relación
estética entre el agua y el ser humano a través de la poesía. Se argumenta que, dada la situación
de escasez hídrica en Oaxaca y los problemas ambientales asociados, es crucial promover esta
mirada estética como parte de la educación ambiental y la reconciliación con la naturaleza.
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EL MORTERO
Vórtice encantado
Texto de Miguel Hernández H.
¡Siéntate aquí, indio oaxaqueño! Gritaba la abuela con imperativo cariño en el patio, cuando el calor llegaba con la tarde a un punto soportable en aquella hacienda. Señalaba con su dedo índice una esquina, afuera de la cocina, a pocos metros de la carretera donde se encontraba la escenografía de aquel encuentro. Sobre la tierra húmeda por la lluvia de verano y el bochorno del día había una silla pequeña, cuyo color indicaba una historia ajetreada por el uso, impregnada quizá entre otras muchas cosas de humedad, hongos y mugre. Un mortero de madera con restos en su interior del mucílago y cáscara seca del café y del cacao, y el aroma propio de estas delicias. Una silla grande, reservada siempre para ella, la cual, daba la impresión de que la esperaba impaciente, siempre dispuesta para recibir benevolente su figura corpulenta con su vestido y mandil de manta.
La boca de esa mujer repleta de historias y vida, suspendía un puro artesanal, envuelto con hojas de tabaco, liado y cosechado por ella misma en la propia hacienda. Aquel churro inseparable, trémulo, al parecer sufría la ansiedad de balbucear palabras, frases, historias y muchas otras cosas que había oído y que lo habían acompañado en aquella boca durante muchos años. El pote en su mano izquierda, repleto de café iba por delante, en una avanzada repleto de esa energía que mantenía en vilo sus nervios porque para ella, con la tarde no se acababa su día, la clase era solo un descanso.
Ya frente a frente comenzaba la clase, vacacional y obligada la entiendo yo ahora, desde mi perspectiva de adulto viejo. Consistía toda ella de expresiones picarescas del repertorio personal de la abuela. El trabajo durante la peculiar sesión era repetir y memorizar lo dicho por ella, para que como tarea regresando a Oaxaca, enseñara lo aprendido a los amigos de siempre. Recibía la clase siempre atento y mientras escuchaba o repetía las ocurrencias de la abuela, observaba curioso las volutas de humo caprichosas de su puro, recorriendo el lado izquierdo de su cara que a fuerza de la costumbre los vellos de esa parte de su cuerpo habían adquirido un tenue color castaño. Al paso del humo, su ojo hacía un guiño muy coqueto para esquivar el encuentro. Los rizos en la frente de su cabellera entre canosa y color rojizo del tinte, jugueteaban con el humo. Podía ver aquellas partículas efímeras y blanquecinas de lo que fue el tabaco, tocar en su camino las puntas de las tiras de madera y láminas metálicas del techo, para después perderse en la incipiente oscuridad de la noche al compás de los grillos y lucecitas traviesas de las luciérnagas, encendidas de gozo para atraer a las hembras.
Mi madre nos llamaba con el mismo timbre de voz de mi abuela mientras apuraba la lumbre adentro de la cocina. Llenando todo de humo al calentar el café y la cena y de paso aliviaba la molestia del enjambre de zancudos. El olor a castañas cocidas, a cacao, a guineos asados o a un desafortunado pochitoque asándose a la lumbre boca arriba, nos alentaba a terminar la clase y jalando a mi abuela del mandil, entrabamos.
En ambiente festivo con dimes y diretes, dichos y risas, celebrábamos alrededor del fogón. Después de la cena los juegos en la hamaca, balanceándose en el centro de la estancia que servía de cocina y sala al mismo tiempo. Se contaban historias y cuentos de terror con la mirada atenta puesta en el candil de petróleo en lo alto del tapanco. Extasiados, seguíamos con la mirada la danza de la flama del mechón ardiendo y las sombras proyectadas en paredes y techos.
Sigiloso, el sueño llegaba apagando los susurros de la noche y de la selva.
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Imagen de la red propiedad de sus autores.
Renato Galicia Miguel
En unos años, se han muerto demasiados conocidos míos cercanos y lejanos. Amigos entrañables y gente que se ha cruzado por mi vida por una u otra razón. Duele su partida en ambos casos.
Aunque entiende uno que es parte de llegar a los 60 años de vida o más pues se entra a la recta final, no se deja de pensar que ya no se les verá, que ya no se repetirán situaciones de vida y de convivencia, fuera una simple plática en una redacción o en el metro, una borrachera, una conferencia sesuda en algún foro equis, un viaje, una entrevista.
Un viaje a Michoacán con una bola de poetas de todo el mundo a inicios de los años noventa es por lo que recuerdo siempre al escritor Hernán Lara Zavala (Ciudad de México, 28 de febrero de 1946-15 de marzo de 2025), quien en ese tiempo era director de Literatura de la UNAM. El buen Armando Domínguez fungía como su jefe de prensa y a través de éste, en mi papel de reportero de Gaceta UNAM, es como pude vivir una experiencia alucinante en Morelia.
Como suele ocurrirme, esa ocasión también me tocó rolar con los más desmadrosos y borrachos, que eran los poetas rusos, unos roperos que tomaban el tequila como agua, y un húngaro que luego resultó ser el tercero más importante de su país y que le gustaba caminar por los barrios cabrones y tomar a pico de botella en plena calle, una situación un tanto desafiante en un estado donde el gobernador Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano había dejado como herencia una ley seca de todos los fines de semana. Igual tuve el gusto de ponerme una briaga en colectivo con el escritor cubano Senel Paz y después llevarlo al mercado para que nos la curáramos.
Pero el punto álgido fue cuando, en un recorrido nocturno al lago de Pátzcuaro, me subí a la lancha hasta la madre y por mi insolencia reporteril, me senté al lado de Hernán Lara Zavala, quien a partir de ahí me cuidó para que no cayera al agua y escuchó todo el viaje mi dolor por la entonces reciente muerte de mi cuñado Isaí Franco Miranda a los 43 años por cáncer de pulmón. Al otro día en la mañana, tenía que entrevistarlo. Andaba yo todo crudo y apenado, por eso, lo primero que intenté hacer fue pedirle disculpas, pero me detuvo en seco y me dijo: “No, hermano, para eso estamos, no te preocupes”. Era un tipazo.
A Carlos-Blas Galindo (Ciudad de México, 1955-10 de marzo de 2025) no lo conocía personalmente, pero sí a través de la lectura cotidiana de su columna en la sección cultural de El Financiero, a cargo del máster Víctor Roura, cuando su servidor fue reportero y colaborador en ese espacio.
Se me quedó muy grabado, en especial, su texto en que definió a los artistas Rodolfo Morales y Francisco Toledo como caciques culturales de Oaxaca, que obviamente causó conmoción y le costó no ser nombrado director del Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, el tan degradado y manoseado MACO de hoy.
Con el tiempo, lo conocí personalmente y lo entrevisté para la revista Tangente/ Toca tu Vida —junto con la artista multidisciplinaria Iris Atma—, cuando era director del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) del INBAL. Gran personaje, igual.
Son vidas que se cruzan con la de uno y que dejan huella. Descansen en paz, los másters Hernán Lara Zavala y Carlos Blas Galindo Mendoza.
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Por: Renato Galicia Miguel
Jaltepec, Nochixtlán.—Una historia portentosa y vigente dio vida al museo comunitario Añuti de 6 Mono de esta población.
Es fantástica, pero real, la historia de la princesa mixteca 6 Mono --primero “Blusa de Serpiente” y después “Blusa de Guerra”-- o Nana Luisa, quizá la primera mujer gobernante de América.
Hoy prototipo y símbolo de la mujer por su “mentalidad distinta incluso a la de la actual, otrora personaje único que accedió al poder en tiempos y dominios territoriales absolutos de hombres, en todo caso, representa a “una de las mujeres más notables de la historia indígena”, según investigadores como Maarten Jansen.
Por tradición oral, relata Manuel Miguel Robles, uno de los fundadores del museo, “nuestros abuelitos nos han contado esta leyenda de la reina de Añuti o Añute”, hoy Jaltepec o “Cerro de jade y oro”, de acuerdo con interpretación de Alfonso Caso.
La de una mujer muy bella que para casarse puso a prueba a tres reyes, quienes debían lanzar desde el cerro del Chocolate o de las Apuestas, ubicado en Jaltepetongo, hasta el de Añuti, dominio de 6 Mono, una ofrenda: el de Teozacoalco –pueblo de mezcal excelso—aventó agua, pero sólo llegó a Yutecó, en la comunidad de El Venado, donde existe un gran afluente; mientras que el de Mitlatongo lanzó ocote, el cual cayó en El Tambor, en el rancho La Unión, único sitio de Jaltepec en que hay pinos. El de Tilantongo, cuna de la cultura mixteca, lanzaría jade, pero en vez de la piedra utilizó un pájaro y éste llegó volando al cerro Añuti. Fue el elegido.
Códices mixtecos como el Selden dan cuenta de una historia mucho más rica y compleja del personaje. En principio, según lectura de Manuel Miguel Robles, contra la idea común, la princesa 6 Mono fue coterránea de Ocañaña o “20 Coyote”, alguna vez rey de Tilantongo, y del famoso 8 Venado, “Garra de Tigre”, el gran conquistador y primer gobernante de las mixtecas alta, baja y de la costa: la primera nació en el año 1073, el segundo en 1075 y el tercero en 1063.
La princesa 6 Mono fue el quinto alumbramiento de la señora 9 Viento, de Suchixtlán, y del señor 8 Viento, de Tilantongo, ambos gobernantes de Añuti.
Los tres primeros hijos de la pareja fueron sacrificados por el rey de Mitlatongo y una cuarta hija fue enviada a Tilantongo sin que se supiese más de ella, así que a 6 Mono le correspondía heredar el trono de Añuti, por lo que creció bajo la tutela del mejor maestro de la época, el señor 10 Lagartija, “Hacha de Jade”, quien la educó en dos rubros: artes y cultura y el arte de la guerra, por lo cual desarrolló una formación y mentalidad excepcional.
Ya en el poder, por consejo de la “Sacerdotisa de la Muerte”, misma que podría ser no una anciana sabia, sino su propia conciencia, retó a duelo al rey de Mitlatongo, que había sacrificado a sus hermanos: lo superó en conocimientos de cultura y también en la prueba del arte de la guerra, que consistió en someter a los pueblos que disputaban Monte Albán. La princesa mixteca no sólo lo venció, sino que rescató a su rival, quien había sido hecho prisionero por aquéllos, y lo sacrificó; tal conquista le valió ser reconocida desde entonces ya no como “Blusa de Serpiente”, sino como “Blusa de Guerra”. Luego sometió también a otros señoríos menores, a grado tal de extender Jaltepec hasta los Valles Centrales. Y enfermó de poder.
Ambicionaba el reino de Tilantongo, el más poderoso de la región, gobernado por 11 Viento y cuya herencia del trono peleaban Ocoñaña y 8 Venado.
El amor de su vida de 6 Mono era 8 Venado, pero según oráculo éste nunca accedería al poder, así que la princesa mixteca le pidió “pelear guerras por ella”, con la idea de que se hiciese de un reino y entonces se pudieran casar, y el gran conquistador partió a Tututepec, en la costa oaxaqueña, donde erigiría un dominio propio.
Pero el plan de 6 Mono era otro. Finalmente optó por casarse con el viejo 11 Viento, a quien pidió relegara a Ocoñaña, y tuvieron un hijo: 4 Viento, el heredero del trono. Por ese tiempo regresó 8 Venado, descubrió el ardid y convenció al pueblo de Tilantongo para que presionara a 11 Viento a fin de que traicionara a 6 Mono.
Llevaron a 4 Viento a Monte Albán y la princesa mixteca fue a su rescate con la idea de que lo habían secuestrado sus antiguos enemigos; cuando estuvo ahí, tarde descubrió la trampa.
Le dieron a elegir entre la vida de su hijo y la de ella, además de exigirle un tributo: historiadores como Manuel Martínez Gracida postulan que quizá sea el tesoro de la Tumba 7 de Monte Albán encontrado por Alfonso Caso en 1932, expuesto una parte en el ex convento de Santo Domingo, en la capital de Oaxaca, y otra en el Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México.
Ella pidió ser enterrada en el cerro Añuti: murió en el año 1101, a los 28 años de edad, y comenzó su leyenda en Jaltepec, pueblo que convirtió a su reina en divinidad.
Jaltepec se encuentra a 20 minutos en automóvil de Nochixtlán, pueblo de paso y comercio ubicado a 75 kilómetros de la capital del estado, sobre la carretera México-Oaxaca. Lomas bajas y pelonas rodean a la población, al frente se yergue el cerro Añuti o El Mogote, el de 6 Mono o Nana Luisa, y en el centro, en el portal, el museo comunitario de la princesa mixteca.
Registrado ya por la Unión de Museos Comunitarios de Oaxaca, el espacio se gestó por la inquietud de Manuel Miguel Robles, joven normalista e historiador a quien se sumaron Nereida Rojas Garzón, Juan Miguel Zúñiga, Manuel Bolaños Martínez, Naú Trinidad e Hipólito López Miguel.
Nació con una exposición de fotografías antiguas de la comunidad y algunas piezas arqueológicas montada el 22 de julio de 2004, día de la fiesta patronal de Santa María Magdalena Jaltepec, y formalmente fue inaugurado el 27 de noviembre del mismo año, fecha en que lo bautizaron como Museo Comunitario Añuti de 6 Mono: “El maravilloso mundo de Nana Luisa”.
La leyenda cuenta que, de vez en vez, ya en su calidad de diosa, 6 Mono o Nana Luisa –en su versión españolizada—aparece en la cúspide del cerro Añuti, conocido también como El Mogote, exponiendo, al igual que en vida, sus pectorales de oro al sol: “La he visto con mis propios ojos”, jura el señor Miguel López, quien recoge leña en el monte.
Y la profecía de la princesa reza: “Llegará el día en que la mujer mixteca no agachará la cabeza, será más importante que el mismo sol y más valiosa que el oro. Entonces mi nombre se escuchará por todo el mundo y haré que mi pueblo despierte de su encanto para hacer de él lo que siempre soñé”.
En tiempo reciente, expone Manuel Miguel Robles, a nivel nacional e internacional se retoma “la ideología de la mujer mixteca a través de 6 Mono”, han publicado libros sobre ella, como “La dinastía de Añute / Historia, literatura e ideología de un reino mixteco”, de Maarten Jansen y Gabina Pérez Jiménez, y “Las mujeres y sus diosas en los códices prehispánicos”, de Cecilia Rossell y María de los Ángeles Ojeda Díaz, y fue creado el museo comunitario que lleva su nombre. Como quien dice, se cumple la profecía de una diosa mixteca vigente en el siglo XXI.
Texto e ilustración: Miguel Ángel Hernández Hernández “Trascendencia” Grabado en relieve/ papel canson edición
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LA ECUACIÓN
Pitagórica adicción
Con maestría, el meñique, anular y pulgar de la mano izquierda, abrazaban la cajetilla de Marlboro y cerillos Clásicos, mientras que el índice y el dedo medio tensos y nerviosos de la misma mano, sostenían el cigarrillo encendido y humeante. Explicaba con su voz aguda casi infantil el proceso de lo que iba desarrollando con el gis de escayola blanca. Su mano derecha se deslizaba rápida y precisa, trazando fórmulas con signos, números y letras sobre la pizarra verde. Su discurso numérico, lo alternaba con una tosecita casi rítmica, malestar provocado seguramente por las ráfagas de humo en su garganta.
Se decía entre los compañeros del aula que era un maestro chingón. Graduado como ingeniero civil en el Politécnico, con estudios de posgrado y maestría en matemáticas y un doctorado en esa misma disciplina lo había llevado a tener esa destreza y vasto conocimiento para la enseñanza del álgebra. El respeto de sus alumnos en la institución superaba el malestar que provocaba el humo de los múltiples cigarros que pasaban por su boca y manos como números durante la clase. Era un buen referente y bondadosa fuente de consulta. Explicaba de tal forma que los problemas se presentaban con la más mínima dificultad para entenderla y encontrar los resultados en los problemas planteados en el Álgebra de Baldor como libro de cabecera.
Con la cátedra de matemáticas en la Prepa 4 de la UABJO, efervescente laboratorio de causas sociales y políticas en la región del istmo de esos años, su forma de enseñar inspiraba a enamorarse de esa disciplina científica y a pesar de esa “vocación política” de la mayoría de la matrícula escolar. Terminaba siendo admirado como maestro y ser humano.
Las noches de desvelo sobre las hojas de papel reciclado nombrado revolución, se convertían en aventuras de acertijos matemáticos y las hojas pasaban veloces con cientos de ejercicios resueltos hasta el amanecer. El resultado era perfeccionar una herramienta que al mismo tiempo ayudara a resolver los trabajos de física, la otra cátedra magistral del ingeniero Celso. Los dos procesos paralelos, uno de matemáticas y el otro de física llevaron a muchos alumnos a estudiar en el Tecnológico de Juchitán.
Con su figura pequeña, caminaba siempre mirando al suelo y las volutas de humo sobre su cabeza bajo las tardes calurosas del istmo. Sus pasos rápidos sobre la plaza cívica de la prepa cual soldado de Diofanto de Alejandría, lo traían dispuesto a cumplir una misión: divulgar el álgebra.
Sentados, en sus sillas con paleta y el cuaderno de cuadros y lápiz sobre ella, escuchaban los alumnos sus pasos al subir a la planta alta del edificio escolar. Su “buenas tardes” al cruzar la puerta del aula, sonaba como “Al-jabr w'al-muqabalah”, el cual era el título del libro escrito en Bagdad alrededor del año 825 por el matemático y astrónomo Mohammed ibn-Musa al-Khwarizmi, personaje que había escrito en él la primera fórmula general para la resolución de ecuaciones de primer y segundo grado, según contó en la primera clase del curso. La clase de cincuenta minutos pasaba volando al ir descubriendo con asombro los secretos de los números.
Así, al transcurrir el curso, mis noches dejaron de ser tan largas bajo el influjo del humo y aroma del tabaco, quemándose a veces en mi boca y otras en mi mano izquierda, mientras resolvía problemas propuestos por Baldor y dejados como tareas por el MAESTRO.
Renato Galicia Miguel
Veo en redes sociales que el presidente de la Cámara de Senadores, Gerardo Fernández Noroña, dice que las “cachetaditas” que le dieron a Rodolfo Fofo Márquez los custodios del penal de Barrientos fue un asunto armado, un montaje.
Y uno piensa, pues en este país de la posverdad, la simulación, las acciones a modo, ¿qué no está armado?
Vámonos a dos ejemplos de Oaxaca en los que se mezclan dos gobiernos, uno priista, el de 2016 a 2022 de Alejandro Murat Hinojosa—aunque hoy ande disfrazado de senador plurinominal por el Movimiento Regeneración Nacional (Morena)— y el otro del gobernador 4T Salomón Jara Cruz que inició en 2022. Me refiero a los casos de la saxofonista mixteca María Elena Ríos y la activista ayuujk Sandra Domínguez.
Aclaro que mi postura no tiene que ver con ideología ni muchos menos con los partidos políticos. Mi formación es marxista, de izquierda, ciertamente progresista. Es más, generacionalmente soy coterráneo de la presidenta Claudia Sheinbaum, como ella, estudié la prepa en el CCH Sur de la UNAM e igual participé en el movimiento de 1986 de esa Casa de Estudios, el del Consejo Estudiantil Universitario (CEU): me tocó, por ejemplo, nada más para que se den un quemón, la marcha histórica que partió del Casco de Santo Tomás cuando la Maldita Vecindad recorría los contingentes, a la altura de San Cosme, tocando sobre un camión de redilas y alguien pintó sobre la plancha del zócalo la consigna aquella que estremecía: “El zócalo nos esperó 18 años”, pues desde el 68 ninguna manifestación estudiantil había llegado hasta ahí.
Aún más, puede decirse que me rozaba con la futura presidenta mexicana, pues la veía seguido en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales porque, supongo, iba a ver a Carlos Imaz Gispert, quien después sería su pareja sentimental, en tiempos en que este político hoy caído en desgracia era uno de los tres dirigentes históricos del CEU, junto con Imanol Ordorika y Antonio Santos.
No, no es cuestión de ideología ni de partidos políticos. Tampoco se trata de entrarle al juego de los mercenarios de la información que le hacen el trabajo sucio a la derecha y ultraderecha mexicanas atacando como si estuvieran drogados a la presidenta Sheinbaum porque pasa la mosca.
Es un asunto más bien superficial —lo cual no es menor, porque superficial es mi piel y a través de ella siento, diría el máster Froylán López Narváez—, pero con mucho punch. Me refiero al tema de la suspicacia de los mexicanos cuando notamos un tufo de tranza, movida, podredumbre, en ciertos sucesos, procesos, acontecimientos.
Porque a mí sí que me ha generado suspicacia que el caso de María Elena Ríos —esta mujer que sufrió una tentativa de feminicidio al serle vertido en su cara y cuerpo ácido sulfúrico presuntamente por orden del todopoderoso empresario gasolinero y político priista Juan Vera Carrizal — parezca telenovela de Ernesto Alonso por el drama, la atmósfera que se le ha armado. He seguido el caso desde que inició, en el año 2019, durante el sexenio de Alejandro Murat, cuando tanto le costó a la mixteca que aquel hombre de poder fuera puesto en prisión y no lo liberara definitivamente —porque ya había sido puesto en libertad, no lo olvidemos—uno de esos jueces tranzas que abundan en nuestro México lindo y querido.
He visto su calvario para que aquél sea sentenciado como merece —es decir, con una pena mucho mayor que la del Fofo Márquez, si la justicia es congruente— y el más reciente asombroso proceso por el que Vera Carrizal fue excarcelado de manera subrepticia para que recibiera atención médica en, primero, el hospital Reforma y, después, la clínica Santa Anita de la ciudad de Oaxaca, y que incluyó la “casualidad” de que ahí llegara una dama con la cual se armó la madriza, y luego, hace unos días, sumó el rumor del fallecimiento del también exdiputado priista que terminó sólo en un susto, aunque sí está grave, según supuesto comunicado de sus familiares publicado por medios locales.
Igual me ha pasado con el caso de la desaparición de Sandra Domínguez y su pareja, Alexander Hernández, pues no hay que olvidar que el gobierno oaxaqueño de Salomón Jara Cruz de inmediato menospreció la línea de investigación que involucraba a Donato Vargas, su coordinador de Delegados de Paz, ya que éste había sido denunciado por la activista por su participación en un chat porno sobre mujeres ayuujk, y se inclinó por la versión de que la desaparición estaría relacionada con presuntos vínculos de Alexander con el crimen organizado.
Una línea que después convalidó el mismísimo secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch. Casi al mismo tiempo, en operativo policiaco murieron tres presuntos delincuentes —así como un agente federal— ligados a la desaparición de Sandra Domínguez, y luego fue apresada una mujer que estaría relacionada con la versión oficial. Es decir, al final del día como que todo se va acomodando, armando de forma ad hoc.
Como informador, los dos casos me generan escepticismo. Ojalá el senador Gerardo Fernández Noroña también dijera que ambos temas pudieran estar armados. O mejor aún, que llamara a la transparencia, diligencia, eficacia, del gobierno oaxaqueño para evitar la suspicacia al respecto, los rumores, la sospechas que a los mexicanos nos causan acciones y versiones oficiales, “verdades históricas”, líneas de investigación que huelen a posverdades.
Foto y texto: César Elí García
Sobre el antiguo camino a la Agencia de Mengolí de Morelos, en el municipio de Miahuatlán de Porfirio Díaz, se encuentra el Campo de Pelota Mixteca, deporte que se remonta a la época prehispánica. Es domingo por la mañana, y los peloteros hacen calentamiento, en espera de la llegada de las quintas visitantes.
Entre los jugadores se cuenta don Saturnino Juárez. Como él mismo dice, ya anda rayando los ochenta años de edad. Veterano jugador de pelota mixteca y pelota de esponja.
—Para mí la pelota es puro deporte y diversión. Es una herencia de la gente de antes que no dejamos perder. Antes solo era la pelota mixteca, pero ahora también jugamos con pelota de esponja.
Juego pelota mixteca desde los quince años, pero desde los doce ya comencé a travesear con ella y desde que la agarré ya no la solté. Cuando comencé practicaba en los paredones de las casas de adobe, las casas no tenían ventanas, entonces se prestaban para practicar como en un frontón. De mis compañeros que jugaron conmigo, aquí ya no hay ninguno.
Con pelota de hule el juego es peligroso, porque si no sabes cómo entrarle la pelota te puede rebotar y golpearte la mandíbula, en este juego también se juega la vida por un mal pelotazo, es brava la pelota. Por eso si ves que no puedes agarrar el tiro, mejor lo dejas para el compañero de atrás.
Entre la pelota mixteca con pelota de goma y con la de esponja, no hay diferencia en las reglas, el juego es el mismo. Un partido es de doce pelotas, el primer equipo en hacer doce pelotas gana el partido, el que cierra tres partidos gana el juego.
La diferencia está en que la pelota de hule, es una pelota más grande, pesa entre novecientos gramos y un kilogramo. En cuanto al guante, está tachonado de garbancias y forrado de piel, pesa entre cinco y seis kilos, para los jugadores de la parte de atrás; el saque ocupa un guante de cuatro kilos.
Para la pelota de esponja, el guante es más ligero. Está hecho de una tablilla de madera y cuero como agarradera. Si la otra pelota es más pesada y violenta, esta es más rápida, exige más agilidad, más brinco y mayor velocidad, pide más carrera. Si sabes jugar, la pelota de esponja te permite hacer lo que le decimos el bitibolea. Que consiste en poder acomodar la pelota para ti, o para otro jugador.
Antes casi todo Miahuatlán jugaba, hubo mucha jugada. Había tres campos, uno en el centro de Miahuatlán, otro en San Francisco y otro en Santa Cecilia. En esos tiempos las pelotas nos las traían desde la mixteca; venían a vendernos pelotas y nos compraban mezcal.
Hoy los jóvenes tienen poco interés en el juego, la chamacada que viene, de los quince a los dieciocho ya no juega, se inclinan más por el fútbol. Al menos aquí en Miahuatlán ya no hay animación, se necesita alguien que los anime y los arrime al juego.
En donde sí hay jugada grande es en Ejutla de Crespo, sobre todo en sus colonias; como La Pitiona, Agua Blanca, Hacienda Vieja, hay buenos jugadores. En agua blanca hay un señor que anima a los chavos, pero es su trabajo, le pagan como entrenador.
Hace cuatro años César Figueroa Jiménez, el Chivo, nos ayudó a organizar un torneo. Ahora que está sirviendo como presidente municipal de Miahuatlán, confío en que nos va a ayudar, porque le interesa este deporte y si no hacemos nada, tal vez aquí se pierda para siempre.
Casi es mediodía, el sol está por alcanzar su cenit, y yo continúo mi camino. La primera quinta prepara el juego y la pelota es despejada desde el botadero. Me marcho pensando en el juego de pelota mixteca como un deporte ancestral, que como muchas de las manifestaciones culturales originarias, ha sobrevivido al desplazamiento de la modernidad, gracias a personas como don Saturnino Juárez. Al otro lado del camino, se escuchan las porras de los equipos de fútbol que en un ambiente multitudinario disputan su partido.
Texto e ilustración: Miguel Ángel Hernández Hernández “Al final del viaje II”
Grabado en relieve/ papel canson edición.
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El MEZQUITE
Misterio con raíces
---Con una purga se compone tu muchito--- decía ella, con esa voz de Mujer Sabia que servía de calmante a la angustia de la madre.
Con albahaca y otras yerbas que tenía en su patio trasero -algunas cultivadas por ella misma y otras silvestres- preparaba un brebaje que resultaba de color verde olivo, de consistencia espesa y resinosa, y con una ligera superficie con perlitas del aceite aglutinante de la mezcla servida en una jícara de morro. Mientras la madre, sujetaba de los brazos al enfermo el que, con un trozo de palo entre los dientes, mantenía la boca abierta y ella, sin hacer caso de los gritos y pataleos del empachado, le vertía de poco en poco el remedio. Seguía con sus manos milagrosas, sobando con aceites el estómago, los costados, la espalda y las articulaciones de los brazos y piernas que a fuerza de tallar, afloraba las espinillas de la tristeza. Culminaba la curación con una buena jalada de piel a manera de pellizcos, tronando puntos precisos en ambos lados de las vértebras para activar las cuerdas. Las indicaciones finales eran: llevar a casa bien cubierto al escuincle y prepararle su buen caldo de gallina porque le daría mucha hambre.
Con albahaca, mezcal y humo de cigarro, la curandera expulsaba el susto y el mal de ojo. Montaba de espaldas en un burro al que sufría la “guicha” paseádolo por las calles y que contara a gritos bajo los efectos del alcohol a quién había visto en una escena bochornosa. Además de partera, curaba los sufrimientos del alma. Aquel oficio milenario le daba la sabiduría para conocer los secretos de la naturaleza; el poder de la palabra y de sus manos para sacar los males. Se forjó como La María Sabina en ese rincón istmeño.
Se dejaba ver con muy poca frecuencia fuera de su casa. A decir verdad, no hay recuerdos al detalle de su rostro, tan solo una imagen borrosa de su corpulencia. El marrón de su piel en aquel rostro redondo, acentuaba el blanco de sus globos oculares de aquellos ojos, pequeños pero certeros escudriñando los signos vitales de sus pacientes. Su oficio, le daba un halo de mujer misteriosa. Cabellera larga y lacia cayendo sobre sus espaldas como hilos finos de luz que le daban los años.
Jugar adentro de aquella casa, estaba de cierta forma prohibido. Si en alguna travesía y aventura infantil en alguno de los laberintos y sombras de aquel recinto, el intruso imprudente se encontraba de pronto con el rostro adusto y voz ronca de su esposo, las palabras de él, caían peor que un simple regaño y se corría el riesgo de un segundo en casa si se enteraba la madre con la consecuencia de una negativa de los posteriores permisos para jugar con los hijos de la curandera.
En las tardes y noches, la múltiple prole de ella y su esposo jugaban con los vecinitos y las niñas de la cuadra a Los Encantados, Doña Blanca y otros muchos juegos de la época y para el descanso después de las caídas y revolcadas como accidentes naturales del juego, sentados en su banqueta y bajo el foco amarillento se leían ávidos las historietas y revistas más recientes.
Pasar frente a su casa durante el día era una delicia. Bajo el mezquite, se recolectaban del suelo las vainas maduras de resina dulce y se disfrutaba el cobijo de la amplia fronda de aquel árbol bajo el intenso sol istmeño. En las noches la situación cambiaba. Con la opresión del miedo erizando la piel se recordaban aquellas historias de perros y cerdos negros de tamaño enorme que acechaban a los transeúntes bajo su negra y fría sombra, contadas por los vecinos. Cuando la luz de la luna se filtraba en el ramaje, delineaba figuras fantasmagóricas sobre el suelo y en el retorcido, áspero y negro tronco.
En un tiempo, el barullo en la casa de la curandera se hizo frecuente y habitual para nosotros los vecinos. Con la venta de bebidas espirituosas entraban y salían diversos personajes de la colonia y de otros lares. Hacendoso y dinámico Melquiades atendía a los parroquianos. Lidiaba con los borrachos que se negaban a cubrir la cuenta. Con el tiempo y otros sucesos, llegó la abundancia. En un recinto recién construido, el árbol que con su fronda le daba sombra y frescura al techo y fachada blanca bajo el sol de mayo, prestó bondadoso su nombre al lugar de encuentro. El sediento, el seductor y el enamorado trasnochado se dieron cita para libar, compartir la música de la rocola y celebrar riñas entre el humo de los cigarrillos, gritos y risas.
La prole se hizo adulta y cada quien tomó su rumbo. María, la curandera, Melquiades y el árbol, murieron y con ellos, sus más profundos secretos.
Por: Renato Galicia Miguel
Bajo la sombra del viejo encino que ha visto pasar el tiempo, los 33 años de vida del patio de pelota mixteca del Xitle, Tlalpan, Ciudad de México (CDMX), Pedro Aparicio, originario de Sola de Vega, Oaxaca, está sentado en la banquita de piedra con un marrito de a cuarto de mezcal del puesto del Güero.
—¿Ya no has traído mezcal de Sola?
—Nooo, ya está muy caro.
Pedro es el solitario fundador de este espacio situado entre las colonias Tlalmille y Mirador del Valle, en una de las áreas de reserva ecológica del Ajusco, pues Pablo Sampedro ya no va y Justino Pérez Miguel, el Pariente, falleció el 22 de julio de 2003.
Este viejo pelotero y mezcalero que, a sus ochenta años de edad anda con bastón, sombrero de palma y un grueso chaleco, nació en 1945 en Zapotitlán del Río, ranchería en la que se dedicaba a la siembra de maíz, frijol, garbanzo y cultivo de jitomate, pero también a jugar pelota y tomar mezcal tobalá.
Pero luego “migramos todos, unos para la capital de Oaxaca y la Ciudad de México, otros para Estados Unidos, y se acabó el juego y también el mezcal, pues ya no se produce en la comunidad”, platica.
Llegó en 1976 a la colonia Hidalgo y, dos años después, a Tlamille. “Primero trabajé como peón y después ascendí a maestro albañil”, el oficio de toda su vida como inmigrante. Con los años conoció al Pariente y a Pablito, sus vecinos del barrio Mirador del Valle, “los veía rebolear en terrenos y calles de terracería, me puse de acuerdo con ellos y conseguí el permiso” para crear un patio de pelota en el naciente deportivo de la zona, que fue inaugurado oficialmente en 1991.
Este 23 de noviembre de 2024, asiste a la celebración de los 33 años del patio al que le ha sido fiel tanto tiempo a comer un tamal de mole en hoja de plátano, tomarse su mezcal y ver la jugada.
Enfrente, con su guante de cinco kilos de peso anudado en la mano derecha, tiene a Efraín Arellanes, quien espera turno para continuar con su “juego de compromiso” contra la quinta venida de la Villa de Etla, también Oaxaca, la de Leonel Cruz, el Chango, de San José el Mogote, y Aarón Santiago, el Chamaco, de Suchilquitongo.
Junto con Homero Arellanes, Efraín es uno de los famosos integrantes de la quinta de Los Gemelos, chilangos hijos de inmigrantes de Miahuatlán de Porfirio Díaz, quienes empezaron a jugar pelota a los 15 años en el legendario patio de Balbuena, cercano al metro Candelaria.
Ahí, en Oaxaca y Estados Unidos han enfrentado a quintas como los casi míticos Ahijados, de Nochixtlán, al Loco y a la Culebra de Miahuatlán, y que el 24 de noviembre anterior, el día de los 33 años formales del patio del Xitle, enfrentaron al poderoso equipo del Chango y el Chamaco, y el 15 de este diciembre, a Los Gordos de Tula.
Pedro Aparicio en su laberinto de la soledad y Efraín Arellanes en su toma de distancia identitaria simbolizan la migración eterna de los oaxaqueños, así como la melancolía —la felicidad de estar triste, diría Víctor Hugo— de estar tan lejos del cielo donde nacieron ellos o sus padres.
Igual que la quinta de los Tachos, los herederos de los fundadores del patio del Xitle. Anastasio Lozano Sampredro y su hermano Faustino, así como sus hijos, entre ellos, Gabriel Lozano López, de 42 años, 90 kilos de peso, 1.78 centímetros de altura y oficio comerciante, otro chilango con raíces mixtecas, quien desde hace un año es el presidente de la mesa directiva del pasajuego.
A los ocho años asistía a pasar las pelotas, “daban 25 pesos por jugada, a los diez comencé a practicarlo con un guante pequeño y a los 12 ya me ponían de ataje”, relata. Hoy es un pelotero en toda forma que va jugar compromisos a Oaxaca, como el que tendrán la segunda semana de febrero próximo en los Bajos de Chila, en la Costa.
“Las instalaciones se mantienen. Hace ochos años pusieron la malla de protección, pero se quedó a la mitad. El campo lo tratamos de conservar, hace medio año le pusimos tierra. La asistencia ha bajado: cuando hay jugada vienen como 30 peloteros, normalmente juegan cuatro quintas, es decir, dos jugadas”. En la CDMX, agrega, nada más hay dos patios activos, el del Xitle y el del deportivo Pelón Osuna, el que está cerca del aeropuerto.
Están buscando el apoyo de la alcaldía Tlalpan para contar con el mantenimiento del patio y terminar de enmallarlo, comenta. De hecho, el día de la celebración de los 33 años, los visitó la titular de la demarcación, Gabriela Osorio.
—¿Cómo se les puede ayudar a los peloteros de este patio de pelota mixteca?—se le preguntó a la alcaldesa.
—Con instalaciones dignas. Me estaban enseñando una foto cuando estuvo aquí como alcaldesa de Tlalpan quien ahora es la presidenta de México, Claudia Sheinbaum. Nos dimos la oportunidad de venir para saber cuáles son las condiciones en que se encuentra. Es un compromiso mejorarlas. Somos una ciudad pluricultural, por las migraciones, por las tradiciones, por deportes ancestrales como éste, y nosotros estamos en la misma sintonía para preservarlo.
Según Víctor Inzúa, coautor, junto con Lilian Scheffler y Regina Reynosa, del libro ‘El juego de pelota prehispánica y sus supervivencias actuales’ (Premia Editora), la pelota mixteca inmigró a la CDMX en 1929. Primero a la hoy calle Tíber de la Zona Rosa y después atrás del cine Continental. En los años cuarenta fue a parar a donde posteriormente construirían el hospital Rubén Leñero, luego a la colonia Espejel y a la Antigua Escuela de Tiro. Y en la década de los sesenta se instaló en el deportivo Venustiano Carranza, conocido por los peloteros como Balbuena, el decano hasta que les fue arrebatado durante el gobierno de Marcelo Ebrard Casaubón, no obstante que un año antes, el 27 de octubre de 2008, emitió la Declaratoria de Patrimonio Cultural Intangible de los Juegos de Pelota de Origen Prehispánico en la Ciudad de México.
Por ese tiempo, en 1965, nació otro patio en los terrenos donde erigieron la alberca olímpica, en la esquina de División del Norte y Río Churubusco, que se trasladó entonces atrás del metro Taxqueña y terminó en los ejidos de Culhuacán.
Tiempo después surgieron otros pasajuegos en Satélite, Estado de México, y el del Xitle en 1991.
En la actualidad, en los Valles Centrales de Oaxaca, el circuito del juego de pelota tanto mixteco como zapoteco, en realidad, va del mítico San José el Mogote —cuna de la civilización y el sedentarismo en la parte central de la actual entidad oaxaqueña, una de las tres fundadoras de Monte Albán— al biche Miahuatlán de Porfirio Díaz, aunque se extiende al norte a la Mixteca Alta y al oriente hasta los Bajos de Chila, Puerto Escondido, donde se efectuará, en febrero próximo, otra edición del que es considerado el mejor torneo de Oaxaca y la Ciudad de México en la actualidad, seguramente herencia del reinado de Ocho Venado, Garra de Jaguar, en San Pedro Tututepec, en la Costa, región donde los afrodescendientes han adoptado la tradición y la juegan también en comunidades como Collantes, Corralejo y El Ciruelo, Pinotepa Nacional.
Por su lado, Fresno y Los Ángeles, California, así como Dallas, Texas, conforman el circuito de pasajuegos de los inmigrantes en Estados Unidos.
Y en la Ciudad de México, los patios activos son dos: el que está en el deportivo Pelón Osuna, muy cerca del aeropuerto internacional Benito Juárez, y el del Xitle, ubicado a la altura del kilómetro 21.9 de la carretera libre a Cuernavaca, dentro de la reserva ecológica del Ajusco.
Entrar a este último por el lado de la colonia Tlalmille es adentrarse a un hábitat totalmente disímil al de las lomas de órganos de tuna roja y magueyes mezcaleros madrecuishe de Miahuatlán o los parajes de framboyanes de Etla, entornos ambos de clima cálido, pues aquí es tierra de frío, piedra volcánica, tepozanes y encinos.
Un túnel del tiempo y otro cultural se abren a nuestra percepción al acceder al patio. Es como adentrarse a los juegos de pelota de Dzibichaltún, Yucatán, o El Cuajilote, Filobobos, Veracruz, o Dainzú, Oaxaca, pero en vivo y a todo color.
La raza de bronce es un tumulto de consejo de ancianos, jugadores veteranos que sólo llegan a ver, guerreros de Oaxaca, Ciudad de México e Hidalgo que ahora apuestan ya no la vida, sino el varo por el juego de compromiso, un quinientón o un mil, seis quintas que se turnan el patio y que se han congregado este domingo de noviembre a celebrar los 33 años formales de la inauguración del pasajuego.
Son las cuatro de la tarde y crece el ritmo, el ambiente sube de calor, una treintena de peloteros colman el patio, la jerga es intensa, los aficionados son más, el Güero se mueve entre la multitud repartiendo chelas y marritos y marros en envases pet, hay cierta expectativa porque posiblemente llegue la alcaldesa de Tlalpan, Gabriela Osorio. Pedro Aparicio invita un primer trago de tequila, es cuando le pregunto si ya no ha ido a Sola de Vega por mezcal.
El compromiso fuerte es entre las quintas de Los Gemelos y la de Etla de Leonel Cruz, el Chango, de San José el Mogote, y Aaron Santiago, el Chamaco, de Suchilquitongo, dos peloteros históricos de los Valles Centrales del estado sureño: saca el hermano menor de los Arellanes, devuelve la pelota desde el resto el Chamaco, hasta el fondo del saque, pero ahí está Efraín, quien llega justo a la cita para contrarrestar. El otro Gemelo entra al quite, también el Chango, la pelota va de ida y vuelta por el aire una y otra vez. Luego alguien la azota, y el ataje la corta, se vuelve vertiginosa la disputa del punto: ¿falta, buena o raya?
Ganan la ventaja los etecos: 3 partidos a dos. Después vienen los mezcales, las pláticas épicas, el orgullo de ser de San José el Mogote, la ruta del juego en todo el territorio de Valles Centrales y más allá, hasta los Bajos de Chila, en la Costa, y la Mixteca alta, los viajes a Dallas, Texas, y Los Ángeles y Fresno, California, Estados Unidos, donde se está jugando a primer nivel, el que el Chamaco sea el único pelotero que ha volado la pelota más allá del encino límite del Xilte o de la malla del Tecnológico de Oaxaca.
Un mes después, en diciembre, vuelven Los Gemelos al patio del Xitle, esta vez a jugar su compromiso contra los Gordos de Tula: ahí quedan a partidos de dos. Y el ritual se repite: Pedro Aparicio está sentado bajo la sombra del viejo encino, Efraín Arellanes devuelve y pasa la bola desde el resto, el Güero circula con los marritos, la tarde languidece. Al final, afuera del deportivo, mixtecos y zapotecos conviven mientras pagan lo que consumieron, se toman las últimas cervezas y tragos de mezcal y miran cómo la oscuridad cubre su patio.
Texto y Foto: César Elí García
Cargadas de misticismo y como provenientes de una realidad no ordinaria, los cuerpos escultóricos que surgen del imaginario onírico de Víctor Javier Bustamante, están cargados de un fuerte simbolismo chamánico. En busca de un constante diálogo con el mundo, a través de la materia moldeada. El hueso, la espina de pochote, la madera y el barro, son algunos de los materiales que en las manos de Víctor se transforman y toman nueva forma.
El manantial nutricio del que abreva, imaginaria y técnicamente, tiene origen en el pasado prehispánico de su terruño. Lo que lo condiciona a un acercamiento respetuoso a la materia. Es la misma técnica la que detiene la sobreexplotación de los recursos naturales, condicionando un detenimiento meditativo a la hora de planear cada pieza.
Un ser intranquilo perturbará el medio en donde se desarrolle, por el contrario, para que un ser emane imperturbabilidad, está, debe residir en sí mismo, esto presupone un ejercicio meditativo-ético, un acto transformador del alma. Nuestra postura ante el mundo, está dada desde aquello que somos, aproximarse al mundo significa exteriorizar el alma.
Víctor nos invita a meditar en el núcleo de la piedra, a cuestionarnos si tenemos el derecho de trasformar algo que ya es bello desde sí; nos advierte que si nos gana el atrevimiento, si el impulso por expresarnos es irrefrenable, esté nos permita reencontrarnos con el mundo, al reconocernos como parte de la materia misma que se trabaja.
Un grano de arena será la composición minúscula de un puño de barro, que bajo el fuego del horno se fundirá en un objeto único. Esta experiencia de que lo uno contiene lo diverso, nos recuerda el sentido comunitario, en donde el individuo se adhiere a algo más grande que él, al sentido de pertenencia a la comunidad.
Es verdad que el trabajo de Víctor Bustamante se inserta en la tradición escultórica, fundada por Roberto Ruiz, sin embargo, también es verdadero que está distante de esté. Podemos afirmar que Roberto Ruiz es el territorio de origen, pero Víctor Bustamante es un errante, que no se conforma con el dominio técnico, sino que se adelanta al dominio conceptual.
En
las obras de Bustamante se escuchan ecos de la búsqueda de un
“Hombre de conocimiento” como llamo Don Juan al aprendiz de
brujo. Ese individuo que está en formación, sabe reconocer el
momento oportuno en su actuar, ni se precipita por la impaciencia, ni
se tarda por la desidia, ni perturba su entorno, sino por el
contario, lo armoniza. Esta postura estética-filosófica nos
encamina a un estado de ataraxia, de imperturbabilidad del alma.
Víctor es quien nos acerca al autoconocimiento, a cuestionarnos nuestros temores, a reconocer nuestros aciertos, a buscar las preguntas trascendentes que se gestan en nuestro interior, a reconocer que cuando la razón no nos alcanza para respondernos, la imaginación es el tiento que intuitivamente nos guía por la vida, dotando a la sensibilidad de senda para conocer nuestro laberíntico interior.
Renato Galicia Miguel
Como la que aparece en la foto, era la Fuente de las Siete Regiones de la ciudad de Oaxaca que recuerdo —después sería de ocho, cuando separaron la región Sierra en Sierra Norte y Sierra Sur—. El Catita era el encargado de darle mantenimiento y prender el juego de luces que en las noches la tornaba psicodélica.
Ahí mismo se encuentra la fachada de la hacienda de Aguilera. La zona resguarda una historia de los Cuerudos de Miahuatlán que falta por relatar y que sólo Polo, un vecino de la colonia Lomas, sabe contar.
Entre 2005 y 2006, el gobierno priista de Ulises Ruiz Ortiz (URO) desmadró y convirtió en adefesio ese patrimonio cultural, igual como lo hizo con El Llano y el zócalo de la capital oaxaqueña: quitó la cantera verde histórica y puso adoquines. Ahí está el recuento al respecto del arquitecto Enrique Lastra:
Algunos de los “errores” que provocaron “un desastre arquitectónico” en el zócalo, el parque El Llano y la Fuente de las Ocho Regiones fueron: “introducir materiales ajenos a la tradición de la ciudad, pues al final la plaza central se edificó como con cinco materiales diferentes”.
Fue un “desastre” que se repitió en El Llano, ya que “era una pieza de arquitectura de espacios abiertos valiosa” y “lo que se hizo otra vez fue utilizar materiales ajenos a la cultura patrimonial”.
Y en la Fuente de las Ocho Regiones ocurrió lo mismo: la “acción ahí fue poco cuidadosa, se elevó su base y se creó una especie de pirámide con un talud utilizando materiales ajenos, otra vez esa piedra rosa que, al parecer, vende alguien muy cercano al régimen de Ruiz Ortiz”.
Los pisos de adoquines rosa y color metate ensuciado son pruebas de las infamias culturales realizadas por URO. En su momento, el Comité de Vigilancia Ciudadana (CVC) no me autorizó publicar quien era el proveedor nacional tenebroso —hermano de un político priista muy poderoso que sigue vigente— de esos materiales porque a sus integrantes ya los estaban amenazando de muerte. Y hasta ahí quedó el asunto.
Ni los supuestos gobiernos izquierdosos han reparado la afrenta.
Texto e ilustración: Miguel Ángel Hernández Hernández“Somos nuestra propia historia” Grabado en relieve/ papel canson edición.
9
PICH
La oreja de elefante
Por lo contado en la familia, entiendo que el primer grito a la vida, fue a la par con uno de tantos silbidos del claxon de los trenes, anunciando su paso en la estación cercana. Basándome en lo escuchado y visto durante el tiempo vivido en esta región de México, puedo decir que en las primicias que registraron mis sentidos a muy temprana edad, están: la fría estación con sus muros de piedra y cantera, su alto techado de láminas grises sobre vigas con rieles. El andén repleto de los pasajeros que, sentados, parados o moviéndose nerviosos de un extremo a otro, esperaban la llegada del tren; otras veces, haciendo fila para comprar boletos en la taquilla; abordando en los amaneceres o apeándose en las tardes tibias con sus productos en canastos, redes y cajas, con destino al puerto de Salina Cruz en el Pacífico o al puerto jarocho de Coatzacoalcos en el Golfo de México. El frío entramado de raíles que chirriaban al freno y arranque de la máquina y sus vagones. La inmutable hilera de durmientes, vibrantes, sobre su cama fría de hormigón al paso de aquellas moles de hierro con carga y pasajeros. Los cocoteros con su cabellera de palmas, danzando en las alturas al son de la Zandunga, del Dios nunca muere y de aquellos fuertes vientos istmeños. Los platanares imponentes y orgullosos, sujetando los grandes racimos de frutos, rozando la tierra húmeda con su bellota. La inmensidad de aquellas tierras de cultivo en las riberas del río bañando con el humus de sus aguas. Los campesinos y sus mujeres preparando y sembrando las parcelas, esas que fueron absorbidas por la voraz urbanización y el tiempo. Los mangales generosos, dando sustento a propios y extraños, cediendo sus frutos y conformando un tapete amarillo cromo inundando el ambiente de aroma a mango maduro que, al no ser aprovechado por los recolectores fortuitos como yo y mi madre en ocasiones, alimentaban a la Madre Tierra. Escuché el golpe seco de las grandes ruedas de metal y madera de las carretas que jaladas por las yuntas movían el producto de la siembra para alimentar los hogares con tamalitos, tortillas y totopos; los excedentes terminaban en las canastas de las mujeres para su venta en los mercados, mientras los hombres, cansados de vigilar desde la media noche el riego de la parcela y cortar los frutos de la tierra tomaban la siesta en las hamacas, colgadas estas de los horcones en la enramada de palmas. Disfruté la frescura y el sabor del coco, guanábana, chicozapote, zapote negro, nanche, jicaco y la infinidad de frutos que la bondadosa tierra daba. Escuché correr el agua en las zanjas de riego, cruzando bajo los improvisados puentes de palos y tablas. Jugué sobre mazorcas apiladas, que mi madre y padre deshojaban hábiles como parte del grupo de jornaleros en los ranchos cercanos, abriendo las hojas con la estaca y desgranando después con la olotera; sentí su textura rugosa y el aguate que soltaban al tacto. Olí con el viento a todas horas la humedad del barro, fermentado por el agua y las frutas caídas de aquel manto generoso que los istmeños nombraban labor, con sus árboles inmensos y entre ellos, los Huanacaxtles que los mayas llaman Pich, ondeando sus fuertes ramas casi arañando el cielo, con sus frutos verdes y maduros a los que mi padre llamaba orejas; ahí estaban, con sus fuertes troncos y abundantes raíces hundidas en la tierra que con su frondosidad se imponían a los cocotales y le daban nombre de Palo Grande a ese pedazo de tierra istmeña que habitábamos por ese entonces. Vi a mi padre de oficio albañil trabajar con agua, arena, cemento y grava la revoltura o mezcla fría y gris para levantar las construcciones, cimentando, pegando tabiques, cimbrar y terminar con finos y hermosos acabados los muros. Elaborar con su infinita creatividad, curiosidad y paciencia sus propias herramientas para hacer de forma artesanal los lavaderos para comercializarlos.
El mercado, otro mundo en ese universo istmeño. Ubicado atrás del palacio municipal con su algarabía y los floridos diseños y colores en la suavidad de los huipiles y faldas de las vendedoras de pescado, camarones, queso, totopo y tortillas al grito de ¡qué vas a llevar güero! te jalaban de donde pudieran para que, bajo ese gesto, compraras sus productos; el de las que ofrecen en sus vitroleras las aguas frescas de coco, tamarindo o guanábana. El atractivo diseño natural de las flores y el dedicado esmero en su presentación para la venta; las carnes, las canastas de frutas y verduras frescas propias de la región. Las vendedoras caminando sobre los pasillos, ofreciendo y antojando con el aroma a camarón y pescado, a maíz nuevo y martajado, chile guajillo y manteca de cerdo, con el rodete colocado ceremonialmente sobre su cabeza y haciendo gala de equilibrio durante su andar ondeando sus largas faldas floreadas con la canasta repleta de gueta bi´ngui´, tortillas de comizcal, totopo y tamales de iguana. Los canastos de carrizo, petates, cazuelas y ollas de barro, huipiles y cazuelas apilados en los puestos, atraían la atención de propios y extraños con sus texturas y colores. El imponente Palacio Municipal de dos niveles levantándose sobre las construcciones del entorno hechas de adobe, tabique rojo y tejas. Con esa arquitectura ecléctica del neoclásico y elementos decorativos del porfiriato con influencia francesa. Su color blanco y delineados en grises en lo que conforma el primer nivel con sus portales en arquería de medio punto, al frente. Costados y parte trasera con su terminado rústico de tabiques rojos y una plazoleta donde antiguamente estaba el mercado municipal. En su interior, donde despachaban la presidencia y el cabildo los asuntos de orden público, deslumbraba con sus entrepisos elaborados con bóvedas catalanas y rieles de hierro como aprovechamiento de las novedades industriales de la época. Al frente, el parque central con arquitectura colonial, kiosco coronado de su ondulante techumbre y las secciones armoniosas de jardinería y árboles propios de la región. Ahí estaban, en el primer cuadro de la ciudad, los turcos, lidereando el comercio de telas y complementos finos para la costura, traídos de Europa para la confección de trajes y bordados para hombres y mujeres pudientes con la pujanza del porfiriato desde su llegada, y con la mediación de Juana Cata y la clase política de la región istmeña, convivían con zapotecos puros y mestizos y los migrantes de otras etnias de la Sierra Norte, Costa y de otras latitudes en un floreciente comercio local y de paso entre los dos polos del istmo: Coatzacoalcos y Salina Cruz unidos por la línea ferroviaria. Ahí fue mi primera infancia entre el guisado de iguana y otras bondades de la tierra.