El MEZQUITE
Misterio con raíces
---Con una purga se compone tu muchito--- decía ella, con esa voz de Mujer Sabia que servía de calmante a la angustia de la madre.
Con albahaca y otras yerbas que tenía en su patio trasero -algunas cultivadas por ella misma y otras silvestres- preparaba un brebaje que resultaba de color verde olivo, de consistencia espesa y resinosa, y con una ligera superficie con perlitas del aceite aglutinante de la mezcla servida en una jícara de morro. Mientras la madre, sujetaba de los brazos al enfermo el que, con un trozo de palo entre los dientes, mantenía la boca abierta y ella, sin hacer caso de los gritos y pataleos del empachado, le vertía de poco en poco el remedio. Seguía con sus manos milagrosas, sobando con aceites el estómago, los costados, la espalda y las articulaciones de los brazos y piernas que a fuerza de tallar, afloraba las espinillas de la tristeza. Culminaba la curación con una buena jalada de piel a manera de pellizcos, tronando puntos precisos en ambos lados de las vértebras para activar las cuerdas. Las indicaciones finales eran: llevar a casa bien cubierto al escuincle y prepararle su buen caldo de gallina porque le daría mucha hambre.
Con albahaca, mezcal y humo de cigarro, la curandera expulsaba el susto y el mal de ojo. Montaba de espaldas en un burro al que sufría la “guicha” paseádolo por las calles y que contara a gritos bajo los efectos del alcohol a quién había visto en una escena bochornosa. Además de partera, curaba los sufrimientos del alma. Aquel oficio milenario le daba la sabiduría para conocer los secretos de la naturaleza; el poder de la palabra y de sus manos para sacar los males. Se forjó como La María Sabina en ese rincón istmeño.
Se dejaba ver con muy poca frecuencia fuera de su casa. A decir verdad, no hay recuerdos al detalle de su rostro, tan solo una imagen borrosa de su corpulencia. El marrón de su piel en aquel rostro redondo, acentuaba el blanco de sus globos oculares de aquellos ojos, pequeños pero certeros escudriñando los signos vitales de sus pacientes. Su oficio, le daba un halo de mujer misteriosa. Cabellera larga y lacia cayendo sobre sus espaldas como hilos finos de luz que le daban los años.
Jugar adentro de aquella casa, estaba de cierta forma prohibido. Si en alguna travesía y aventura infantil en alguno de los laberintos y sombras de aquel recinto, el intruso imprudente se encontraba de pronto con el rostro adusto y voz ronca de su esposo, las palabras de él, caían peor que un simple regaño y se corría el riesgo de un segundo en casa si se enteraba la madre con la consecuencia de una negativa de los posteriores permisos para jugar con los hijos de la curandera.
En las tardes y noches, la múltiple prole de ella y su esposo jugaban con los vecinitos y las niñas de la cuadra a Los Encantados, Doña Blanca y otros muchos juegos de la época y para el descanso después de las caídas y revolcadas como accidentes naturales del juego, sentados en su banqueta y bajo el foco amarillento se leían ávidos las historietas y revistas más recientes.
Pasar frente a su casa durante el día era una delicia. Bajo el mezquite, se recolectaban del suelo las vainas maduras de resina dulce y se disfrutaba el cobijo de la amplia fronda de aquel árbol bajo el intenso sol istmeño. En las noches la situación cambiaba. Con la opresión del miedo erizando la piel se recordaban aquellas historias de perros y cerdos negros de tamaño enorme que acechaban a los transeúntes bajo su negra y fría sombra, contadas por los vecinos. Cuando la luz de la luna se filtraba en el ramaje, delineaba figuras fantasmagóricas sobre el suelo y en el retorcido, áspero y negro tronco.
En un tiempo, el barullo en la casa de la curandera se hizo frecuente y habitual para nosotros los vecinos. Con la venta de bebidas espirituosas entraban y salían diversos personajes de la colonia y de otros lares. Hacendoso y dinámico Melquiades atendía a los parroquianos. Lidiaba con los borrachos que se negaban a cubrir la cuenta. Con el tiempo y otros sucesos, llegó la abundancia. En un recinto recién construido, el árbol que con su fronda le daba sombra y frescura al techo y fachada blanca bajo el sol de mayo, prestó bondadoso su nombre al lugar de encuentro. El sediento, el seductor y el enamorado trasnochado se dieron cita para libar, compartir la música de la rocola y celebrar riñas entre el humo de los cigarrillos, gritos y risas.
La prole se hizo adulta y cada quien tomó su rumbo. María, la curandera, Melquiades y el árbol, murieron y con ellos, sus más profundos secretos.